Torero y
astado estaban bordando un lance de los que hacen época, una exhibición
antológica cuya crónica merecía enmarcarse en oro para leer y releer hasta la
extenuación. Joselete, que caló la raza y bravura de su oponente
desde el primer instante, ya había prevenido al picador que abreviara el
castigo de su puyazo para ofrecer a la res la posibilidad de conservar sobrada
energía en los tercios siguientes.
En las
gradas, que eran una fiesta, el entregado público asistía boquiabierto a un
espectáculo sin parangón. Nadie sabía si admirar más la primorosa faena del
matador, que al son de los pasodobles y sirviéndose de las florituras justas hacía
con su muleta gala de una técnica superlativa, no por ello exenta de riesgo, o
el trapío, el arrojo y los redaños del audaz cornúpeta, que no rehusaba ni una
sola de las continuas citas y llamadas del diestro.
En esas
estábamos cuando, inesperadamente, Joselete
resbaló sobre un rastro de sangre fresca y vino a caer delante del bicho, que
frenó en seco su embestida y se plantó, bufando de dolor y apenas a unos
centímetros, cara a cara con él. Cara a cara verdugo y víctima. Cara a cara
vida y muerte. Sus miradas se cruzaron durante los segundos infinitos que
empleó la cuadrilla en llegar y hacer el quite de rigor, alejando a Aceituno de su maestro.
Ignoramos el
mensaje que los ojos del animal transmitieron al hombre en ese fugaz momento,
pero el hecho es que, una vez repuesto del trance y de vuelta del burladero, Joselete caminó muy lentamente hasta el
centro del ruedo envuelto en un silencio sepulcral. Una vez allí, se arrodilló
sobre la arena y juntando las palmas de sus manos, las elevó al cielo. Tras
erguirse de nuevo se cortó la coleta y desatendiendo la costumbre, que dicta
que esa petición deben hacerla los aficionados, solicitó al Presidente el
indulto del noble morlaco.
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