sábado, 23 de marzo de 2013

El poder de su mirada



Torero y astado estaban bordando un lance de los que hacen época, una exhibición antológica cuya crónica merecía enmarcarse en oro para leer y releer hasta la extenuación. Joselete, que caló la raza y bravura de su oponente desde el primer instante, ya había prevenido al picador que abreviara el castigo de su puyazo para ofrecer a la res la posibilidad de conservar sobrada energía en los tercios siguientes.
En las gradas, que eran una fiesta, el entregado público asistía boquiabierto a un espectáculo sin parangón. Nadie sabía si admirar más la primorosa faena del matador, que al son de los pasodobles y sirviéndose de las florituras justas hacía con su muleta gala de una técnica superlativa, no por ello exenta de riesgo, o el trapío, el arrojo y los redaños del audaz cornúpeta, que no rehusaba ni una sola de las continuas citas y llamadas del diestro.

En esas estábamos cuando, inesperadamente, Joselete resbaló sobre un rastro de sangre fresca y vino a caer delante del bicho, que frenó en seco su embestida y se plantó, bufando de dolor y apenas a unos centímetros, cara a cara con él. Cara a cara verdugo y víctima. Cara a cara vida y muerte. Sus miradas se cruzaron durante los segundos infinitos que empleó la cuadrilla en llegar y hacer el quite de rigor, alejando a Aceituno de su maestro.

Ignoramos el mensaje que los ojos del animal transmitieron al hombre en ese fugaz momento, pero el hecho es que, una vez repuesto del trance y de vuelta del burladero, Joselete caminó muy lentamente hasta el centro del ruedo envuelto en un silencio sepulcral. Una vez allí, se arrodilló sobre la arena y juntando las palmas de sus manos, las elevó al cielo. Tras erguirse de nuevo se cortó la coleta y desatendiendo la costumbre, que dicta que esa petición deben hacerla los aficionados, solicitó al Presidente el indulto del noble morlaco.


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