La
mañana era fría y gris, como otras tantas. Parapetado en la trinchera, el
soldado oyó un lejano estruendo y vio claramente cómo el proyectil propulsado
desde las líneas enemigas se dirigía a sus posiciones. Gritó “¡Obús!” y sus
compañeros se lanzaron al suelo. Mientras los más jóvenes temblaban,
protegiendo con las manos sus rostros o hincando éstos en el fango, muchos
veteranos apuraban rutinariamente sus cigarros. Sin embargo el vigía permaneció
en pié, observando cómo se acercaba la semilla de muerte escupida a unos
centenares de metros por el mortero que manejaba otro soldado tal vez semejante
a él. Tal vez con mujer e hijos, aficionado a la música, al baile o a la pesca,
tal vez creyente, nacido en una remota aldea, tal vez asiduo bebedor de vino, jugador
de naipes, analfabeto, tal vez poseedor de un pequeño huerto y una mula. Un
hombre muy probablemente detractor de las guerras, de los generales, de los oficiales
y de sus órdenes asesinas; pero, con toda seguridad, un hombre ajeno al motivo
y alcance de esa batalla y al insignificante valor que su miserable Dios, su miserable
Patria y su miserable Rey otorgaban a sus desgraciadas vidas. Un artillero hábil,
que no marró el disparo. La mañana era fría y gris y se tiñó de sangre.
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