Primero vinieron a visitarme los
salvadores de patrias. Antes de que pudieran abrir la boca les dejé cristalinamente
claro que yo tengo tres: el Mundo, el Fútbol Club Barcelona y mi familia. En
cuanto al Mundo, les comenté, es evidente que no hay quien lo salve y si existiese
ese superhéroe ya se encargarían los poderes fácticos de eliminarlo por la vía
rápida. Respecto al Barça no necesita salvación, es precisamente ese equipo el
que cada semana nos conmuta la pena del aburrimiento a los aficionados al
balompié. Y por lo que atañe a la familia, que es mi única patria verdadera,
nos vamos apañando, gracias. Estos vendedores de banderas y donantes de
conflictos se miraron entre perplejos y contritos, me ofrecieron un panfletillo
(que terminó en el cubo de la basura) y se largaron con viento fresco.
Luego aparecieron los salvadores de
almas. Inmediatamente les rogué, en su calidad de especialistas, ayuda urgente para
encontrar a la mía, que me había abandonado el miércoles de la semana anterior
llevándose una maleta repleta de amores, odios, rencores, frustraciones,
anhelos… Precisaba recuperar mi espíritu y todos sus sentimientos, pues ahora
solo era un vagabundo sin memoria y con la mente plana. Pero no debían ser unos
especialistas demasiado competentes, el único paliativo que me ofrecieron fue la
tarjeta de su puñetera cofradía con un número de teléfono en el que aseguraban
recibiría la asistencia anímica necesaria (tarjeta que por supuesto también
acabó en la basura). Como vendedores de humo que eran, se desvanecieron
silenciosamente.
Al cabo llegaron los salvadores de
los salvadores. Me cayeron simpáticos desde el principio y les invité a pasar.
Después de unos tragos no tuvieron reparos en confesar que ellos tampoco salvan
a nadie de nada, pero que disfrutan esparciendo su mensaje de la trascendencia
del individualismo, de la imprescindible deserción del rebaño, de la relevancia
y significación de la diversidad y del formidable peligro del pensamiento
único. ¡Estos sí eran buenos vendedores! Tan buenos eran que les compré su máquina
de elaborar ideas, me arremangué y me puse a escribir este cuento.
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