lunes, 11 de marzo de 2013

Salvadores




Primero vinieron a visitarme los salvadores de patrias. Antes de que pudieran abrir la boca les dejé cristalinamente claro que yo tengo tres: el Mundo, el Fútbol Club Barcelona y mi familia. En cuanto al Mundo, les comenté, es evidente que no hay quien lo salve y si existiese ese superhéroe ya se encargarían los poderes fácticos de eliminarlo por la vía rápida. Respecto al Barça no necesita salvación, es precisamente ese equipo el que cada semana nos conmuta la pena del aburrimiento a los aficionados al balompié. Y por lo que atañe a la familia, que es mi única patria verdadera, nos vamos apañando, gracias. Estos vendedores de banderas y donantes de conflictos se miraron entre perplejos y contritos, me ofrecieron un panfletillo (que terminó en el cubo de la basura) y se largaron con viento fresco.

Luego aparecieron los salvadores de almas. Inmediatamente les rogué, en su calidad de especialistas, ayuda urgente para encontrar a la mía, que me había abandonado el miércoles de la semana anterior llevándose una maleta repleta de amores, odios, rencores, frustraciones, anhelos… Precisaba recuperar mi espíritu y todos sus sentimientos, pues ahora solo era un vagabundo sin memoria y con la mente plana. Pero no debían ser unos especialistas demasiado competentes, el único paliativo que me ofrecieron fue la tarjeta de su puñetera cofradía con un número de teléfono en el que aseguraban recibiría la asistencia anímica necesaria (tarjeta que por supuesto también acabó en la basura). Como vendedores de humo que eran, se desvanecieron silenciosamente.

Al cabo llegaron los salvadores de los salvadores. Me cayeron simpáticos desde el principio y les invité a pasar. Después de unos tragos no tuvieron reparos en confesar que ellos tampoco salvan a nadie de nada, pero que disfrutan esparciendo su mensaje de la trascendencia del individualismo, de la imprescindible deserción del rebaño, de la relevancia y significación de la diversidad y del formidable peligro del pensamiento único. ¡Estos sí eran buenos vendedores! Tan buenos eran que les compré su máquina de elaborar ideas, me arremangué y me puse a escribir este cuento.


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