Cuando el pequeño Hamid, de doce años, llegó de la
escuela y vio su casa destruida y a su madre y hermanita muertas por un misil
israelí, prorrumpió en un inconsolable llanto al tiempo que pensaba que ojalá
los malditos nazis no hubieran dejado un maldito judío vivo sobre la faz de la
tierra. Acababa de quedar sembrado en un niño más el germen del odio eterno.
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