Es 1958 y nunca hasta hoy visité
París. Nunca hasta hoy tuve necesidad ni intención de ello, pero he de confesar
que ahora me arrepiento de no haberlo hecho antes. La estampa que tengo ante
mí, de un tipo bajo la lluvia protegiendo con su paraguas un violonchelo,
compensa las calamidades de este viaje. Es una escena melancólica y entrañable,
en la que un hombre de mediana edad con una gabardina y una gorra prefiere
quedar empapado a que su instrumento sufra algún percance. Cualquiera podría
intuir que es lo más parecido a una metáfora viviente.
Decía que ha sido un recorrido
calamitoso, aunque no por su duración y las adversidades encontradas en el
camino, que también las hubo y no relataré. Ha sido triste porque he viajado con
un cadáver, concretamente con las cenizas de mi mejor amigo. Fernando me arrancó
el compromiso de que cuando muriese, porque él era consciente de tener los días
contados, yo personalmente derramaría sus restos en el Sena. Además, no debía
hacerlo solo. Antes tenía que contactar con Gabrielle, su antigua novia, la
única mujer a la que amó, para que me acompañase en el ritual de esparcir esos
residuos bajo el Puente de los Inválidos, desde el lugar exacto donde se dieron
el primer beso.
Esta mañana he conocido a
Gabrielle, además de unos fascinantes ojos tiene una sonrisa maravillosa. Pensé
que se negaría a complacer los deseos de un muerto, pero me equivoqué. Los
franceses están hechos de otra pasta, eso es indudable. Después de la lúgubre
ceremonia, a la que también ha asistido un aguacero que no estaba invitado, hemos
tomado un café y nos hemos despedido con un beso. Luego he empezado a pasear y me
he emocionado con la imagen del violonchelista. Ahora comprendo la metáfora: el
chelo, o es un sueño, o es una mujer.
Vuelvo a pensar en los ojos y la
sonrisa de Gabrielle; siento, estoy convencido, que me he enamorado de ella.
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