-Herminio
Ramírez, recuerde su nombre. Es el hombre que me mató. Impida que le ponga una
mano encima.
El
anciano me había susurrado eso al oído mientras permanecía sobre una camilla en
los servicios de urgencia del hospital, esperando resultados de las pruebas que
me habían realizado ante un probable ataque de apendicitis.
Observé
que el hombre entraba y salía libremente de los distintos boxes, vestido con un
pijama celeste y ayudándose de un bastón. Los sanitarios no le prestaban ninguna
atención, pasaban a su lado ignorándolo como si formase parte del decorado de
esa unidad médica.
-Hemos
comprobado que efectivamente se trata de una inflamación del apéndice
vermicular. Hay que operarle de inmediato, me dijo el doctor que me estaba
atendiendo. No debe preocuparse, el compañero que practicará la intervención
es estupendo. No le quedará la menor cicatriz
-¿Cómo
se llama ese cirujano?, inquirí.
-Fernando
Rosales, es catedrático en la universidad. Le repito que es un excelente
profesional. Puede usted estar tranquilo. Comenzaremos en veinte minutos.
-De
acuerdo, asentí, mientras contenía un espantoso dolor abdominal y rezaba
para que los minutos transcurriesen volando.
Después
de rasurarme y untar la zona afectada con un yodo amarillento, los enfermeros
me trasladaron al quirófano. Una vez allí, un tipo enfundado en un burka verde,
con ojos inquietos, se dirigió respetuosamente al jefe del equipo:
-Rosales,
estamos listos. Cuando quieras.
-OK,
Herminio, puedes empezar con la sedación del paciente.
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