El
hortera del descapotable negro que circulaba por el centro de Madrid vomitando
un ruido infernal (denominar ‘música’ a aquel sonido deleznable constituiría -culturalmente hablando- un sacrilegio), se detuvo en un semáforo de la Gran
Vía observando con placer desafiante cómo la mayoría de los transeúntes le
dirigía miradas de asco y reprobación. De repente se hizo una enorme sombra
alrededor del vehículo y el jovenzuelo elevó la vista al cielo; a unos
doscientos metros de altura, justo en su vertical, se cernía en inexplicable
silencio una mastodóntica y extraña aeronave, que en cuestión de décimas de
segundo succionó por su ombligo automóvil y ocupante, para desaparecer acto
seguido a una velocidad supersónica. La gente, una vez repuesta del lógico
sobresalto inicial, prorrumpió en espontánea ovación y luego reanudó su marcha.
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