Nadie como yo como para comprender
los motivos que inducen a los solitarios a venir, acodarse en la barra o en la
mesa del rincón como si estuvieran rezando en un reclinatorio y comenzar a beber
sin recato ni medida. Los bares son lo más parecido a santuarios, no en vano a
los clientes se les denomina parroquianos. Y el Alcohol es su dios, su religión.
En esta particular iglesia hay devotos del vino, del coñac, del whisky, del
tequila, otros adoran el orujo y la cazalla y muchos invocan el ron, la ginebra
o el vodka, que suelen atenuar con el añadido de algún refresco dulzón. Si
prestas atención a lo que cuentan, más bien a lo que confiesan, tienes ganada
su confianza. En su bendita ingenuidad ejerces el papel de sacerdote sencillamente
porque eres de los pocos que acceden a conocer sus problemas, el único que se
atreve a prestarles consejo. Consejo que luego, cuando vuelven con expresión
más afligida, y como consecuencia más sedientos, te arrepientes de haberles
dado. Entonces juras no escucharles nunca más, no entrometerte en sus
desgracias, ignorar su naufragio. Pero eres consciente de que en realidad estás
perjurando, porque tu auténtica vocación no es preparar cócteles o poner copas,
sino alimentar esperanzas, reflotar vidas y salvar personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario