El pobre
diablo de la cicatriz en la mejilla que esta noche me ha abordado en este
callejón solitario con evidentes signos de padecer el síndrome de abstinencia y
me está amenazando con una mierda de navaja para que le entregue todo el dinero
que llevo encima, porque asegura que de lo contrario me mata, es un auténtico
gilipollas. En ningún momento se ha parado a pensar que yo podría llevar en el
bolsillo un revólver y me resultaría sencillo abrir nuevas ventanas en su azotea tan solo en
un par de segundos. Mientras el imbécil me mira fijamente ladeando esa horrible
cara que asoma bajo la original gorra con las iniciales NY bordadas en su
frente, estoy ya empuñando la culata y acariciando el gatillo. De repente, el
imbécil tiene una reacción imprevista. Su boca esboza una estúpida sonrisa y
luego comienza a reír a carcajadas, enseñando
los boquetes de su dentadura y doblándose hacia adelante. Joder, yo te conozco,
tío, me suelta el muy tarado. Eres Bob, joder, el hijo de Randy, el de la
panadería. Habría jurado que el tipo tenía el mono, pero ahora pienso que está
completamente fumado. Oye colega, préstame veinte dólares; se los llevaré a tu
padre la semana que viene, sigue farfullando mientras guarda su arma. Tío, ni
me llamo Bob ni mi viejo trafica con baguettes. Te voy a dar lo único que mereces
y que te va a resultar muy útil. Saco la pistola y le pego un tiro en el pie. El
asaltante cae sobre un charco gritando de dolor, menta a mi madre y pregunta por qué lo he hecho. Digamos que, al margen de constituir una lección gratis sobre
las consecuencias de la imprudencia, es un favor que te hago al sacarte de la
calle durante unos días, “colega”. Enciendo un pitillo y a continuación le lanzo un
billete de veinte pavos a la jeta. Esto es para que le compres unos bollos al
bueno de Randy, coméntale que sin proponérselo te ha salvado la vida. Doy media
vuelta, dejando a aquel desgraciado retorciéndose en el suelo, y emprendo de
nuevo mi camino en busca de la penúltima copa.
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