sábado, 24 de agosto de 2013

Tentar a la suerte





A veces no conviene tentar a la suerte. Por eso, cuando suena el despertador a las 6:30 todas las mañanas, no lo agarras y lo estampas contra la pared. Por eso, decides afeitarte cada tres o cuatro días, cuando en realidad te dejarías crecer la barba hasta el suelo. Seguro que es también por eso que sueles tomar los metros de las 7:20 y las 15:15 y te obligas a convivir durante una hora con todos esos zombis, insensibles al sonido gracias a sus auriculares y ensimismados ante un artilugio que aunque se llama teléfono solo sirve para cualquier cosa menos para conversar. Como no te gustan los riesgos, te pasas siete largas horas delante de la pantalla de una computadora en la que, desde decenas de direcciones, te llueven las órdenes que antes impartía una persona de carne y hueso denominada jefe, un tipo que era o autoritario o incompetente o las dos cosas al mismo tiempo. Por prudencia, no envías a la mierda a un compañero (por llamarlo algo) que intenta endosarte, con mejor o peor resultado, parte de su faena. Y como, en definitiva, eres un gallina, no mandas todo y a todos al carajo, pegas un portazo y te largas para dedicarte a lo que en verdad te gusta, que es ni más ni menos que escribir. Todo ello porque a veces, pero casi siempre, no conviene tentar a la suerte.


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