lunes, 2 de septiembre de 2013

Encuentros en el semáforo




Viernes 19:15 horas
Otra vez parado en el maldito semáforo de Gran Vía esquina Colón. Estas luces están sincronizadas de forma que cada día, cuando tomo el camino a casa después de otra insoportable jornada de trabajo, inevitablemente deba detenerme aquí. Giro la cabeza a la derecha y me quedo helado: el vehículo lo conduce un sujeto clavado a mí, mi otro yo, pero mejorado. Una versión superior porque está subido a la grupa de ochenta mil euros de cuero y acero, lleva puestas unas gafas de sol de dos mil y luce un traje de alpaca de precio incalculable. El semáforo cambia a verde y cuando el tipo arranca, decido seguirlo. Es una actitud instintiva. Ignoro por qué procedo así. No hay ningún pretexto razonable que justifique mi conducta, pero lo hago con inusitada convicción.

Viernes 19:25 horas
He llamado a casa por el manos libres y después de preguntar por las niñas he mentido a mi mujer diciéndole que me retrasaré un poco; un compañero nos invita a unas copas para celebrar su cumpleaños. Mi otro yo conduce muy deprisa. Intento no perderlo de vista aunque mi coche no es tan potente. De repente, ya en las afueras, su intermitente derecho señaliza lo que se antoja una parada. Se acerca al borde de la acera para recoger a una chica que espera en la puerta de un hotel. La rubia de la minifalda sube y el deportivo inicia de nuevo la marcha. Toma dirección norte por la ronda exterior de la ciudad y sale a la autovía. Yo miro el reloj y continúo tras él.

Viernes 19:40 horas
Mi sosia toma la salida 13 y entra en un polígono industrial abandonado. Prudentemente, intento que no descubra mi persecución aminorando la marcha y dejando mucho espacio entre ambos, incluso apago las luces de posición. Su velocidad también se reduce. Se detiene entre varios edificios fabriles desvencijados, al lado de un hombre apoyado en un todoterreno negro. Yo he parado a bastante distancia, convencido de que no advierten mi presencia. Saco unos potentes binoculares de visión nocturna que siempre llevo bajo el asiento (soy aficionado a la observación de aves) y veo cómo una especie de cuervo con piernas entrega una diminuta bolsa blanca a la mano que sale por la ventanilla del coche que estoy siguiendo. La mano se esconde y reaparece con un par de billetes que el pájaro atrapa de un rápido picotazo. Mi otro yo vuelve a arrancar y se incorpora nuevamente a la autovía.

Viernes 19:55 horas
El bólido abandona la autopista por la salida 6 y entra en el parking de un Motel de carretera. Bajan los ocupantes y el hombre, tomando de la cintura a la sonriente joven, se dirige a Recepción. A los cinco minutos, con una botella de champán en la mano y lo que parecen unos snacks, se introducen en el bungalow número 17. A pesar de la penumbra, he podido comprobar que Mi otro yo es perfectamente equivalente a mí. Misma complexión, misma mirada, misma debilidad capilar, mismo sobrepeso e incluso idéntica la leve cojera que padezco por desgaste de la cabeza del fémur.

Viernes 20:20 horas
Desconozco cuánto tiempo durará el presunto revolcón amenizado con espumoso, patatas fritas y estupefacientes, pero necesito estirar las piernas. Salgo del coche y camino por el aparcamiento de arriba abajo. Es de noche. No se ve un alma y excepto el lejano sonido de una televisión en el área de recepción, todo permanece tranquilo. Me acerco al auto de Mi otro yo, un biplaza nuevo de trinqui, y miro a través de los cristales. Tanteo el tirador de la puerta y para mi sorpresa compruebo que el vehículo está abierto. Se dispara mi adrenalina cuando accedo y me siento en el lugar del conductor. ¡Joder!  ¡Hasta usa el mismo perfume que yo! Esto es el colmo. ¿De dónde ha salido este tipo? Abro la guantera y extraigo la documentación. El fulano se llama Ricardo Sucre (mierda, las mismas iniciales) y vive en la zona residencial de un municipio cercano a la capital. Vuelvo a hurgar en la caja del salpicadero y doy con una foto en la que Sucre aparece con las que posiblemente son su mujer e hijas. Todas ellas de similar edad a las mías. No hay más evidencias sobre Mi otro yo, excepto una tarjeta de acreditación de la que imagino es la empresa donde trabaja o a la que representa: “Morningdays”. Una conocida multinacional dedicada a la comercialización de semillas transgénicas y fertilizantes supuestamente venenosos. Dejo todo otra vez en su sitio, cierro cuidadosamente la guantera y salgo del automóvil, dirigiéndome al mío.

Viernes 22:35 horas
Hace un rato  he tenido que volver a engañar a mi mujer diciéndole que, tras la celebración, el jefe se ha empeñado a invitarnos a una última ronda en el Flynn’s, el pub de moda entre los pijos. Ella sabe que es imposible rehusar la invitación de un jefe.
La pareja sale del bungalow y vuelve a subir al coche. Ricardo toma rumbo a la ciudad y deposita su mercancía a la puerta de otro hotel, esta vez en el centro. Entonces se me ocurre que la rubia podría escribir una guía de hospedajes más completa y fiable que la de muchos concienzudos especialistas. Mi otro yo se pone de nuevo en marcha y por la dirección que elige creo que ha decidido irse a casa. El deportivo para junto a la verja de una vivienda cerrada, en completa oscuridad. Paso delante de él, deteniéndome discretamente a un centenar de metros. Mientras la verja se está abriendo, a través de mis binoculares aprecio con claridad como el hombre llora. Se enjuga las lágrimas con un pañuelo pero acto seguido cabecea de nuevo entre perceptibles sollozos. Me estoy viendo llorar en la piel de otra persona y eso me produce un hondo desasosiego. Al cabo, Ricardo consigue contener sus penas, guarda el pañuelo y cruza la verja. Doy la vuelta y me sitúo frente a ella. Veo encenderse una luz en la primera planta y a continuación oigo un disparo. El sobresalto es espantoso, doy vuelta a la llave y salgo a toda velocidad, regalando un cinco por ciento de las gomas de mis neumáticos al seco asfalto.

Lunes 19:15 horas

Otra vez parado en el mismo semáforo de siempre, maldición. Giro la cabeza hacia la izquierda y me encuentro con una furgoneta vieja, llena de arañazos y golpes, rotulada como “Román Sierra, Limpieza de fosas sépticas”. Un escalofrío recorre mi columna cuando compruebo que el conductor es idéntico a Ricardo Sucre, es decir, idéntico a mí, y tiene las mismas iniciales. Es Otro Mi otro yo, pero empeorado, una versión inferior, con su mono beige repleto de salpicaduras y lamparones en distintos tonos ocre y una gorra deshilachada. Observo que han dejado de pasar los peatones y segundos antes de que la luz verde lo permita arranco aparatosamente, dejando más caucho sobre el pavimento. No voy a permitir que Otro Mi otro yo me persiga. He de llegar a casa cuanto antes y abrazar a mi familia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario