martes, 7 de enero de 2014

Un gato blanco




Una de mis hijas
 trajo a casa estas Navidades
 un gato blanco abandonado.
Aún ignoramos si es macho o hembra,
pero sabemos que está sordo.
La ventaja es que no necesita nombre.
El inconveniente, que no puedes llamarlo.
Un gato blanco y sordo
sirve para bien poca cosa
 excepto para amarlo
como al resto del mundo.
Bueno, creo que exagero.
Como al resto del mundo
menos a toda esa gente
que habla de defender la vida
invocando la pena de muerte,
cerrando hospitales,
y encareciendo los medicamentos.
A esa gente que habla de transparencia
detrás de una tv de plasma
e insulta nuestra inteligencia
soltando una sarta de embustes
ni simulados ni diferidos.
A esa gente que habla de progreso
mientras se llena los bolsillos,
saqueando a los ciudadanos,
congelando los sueldos más miserables.
A esa gente que habla de libertad
amordazando al pueblo
y tratándolo a garrotazos.
A esa gente adicta a las procesiones,
a los rosarios y al incienso,
que recita los mandamientos
para luego no cumplir ninguno.
A esa gente que habla de paz
lanzando misiles,
que habla de ecologismo
contaminando ríos y mares,
talando bosques y aniquilando especies.
A esa gente que abandona mascotas.
Un gato blanco y sordo
sirve de bien poca cosa
excepto para amarlo
y discernir por quiénes no lo cambiaríamos
ni hartos de vino, ni locos,
ni por todo el oro de este mundo.


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