Una
de mis hijas
trajo a casa estas Navidades
un gato blanco abandonado.
Aún
ignoramos si es macho o hembra,
pero
sabemos que está sordo.
La
ventaja es que no necesita nombre.
El
inconveniente, que no puedes llamarlo.
Un
gato blanco y sordo
sirve
para bien poca cosa
excepto para amarlo
como
al resto del mundo.
Bueno,
creo que exagero.
Como
al resto del mundo
menos
a toda esa gente
que
habla de defender la vida
invocando
la pena de muerte,
cerrando
hospitales,
y encareciendo
los medicamentos.
A
esa gente que habla de transparencia
detrás
de una tv de plasma
e
insulta nuestra inteligencia
soltando
una sarta de embustes
ni
simulados ni diferidos.
A
esa gente que habla de progreso
mientras
se llena los bolsillos,
saqueando
a los ciudadanos,
congelando
los sueldos más miserables.
A
esa gente que habla de libertad
amordazando
al pueblo
y
tratándolo a garrotazos.
A
esa gente adicta a las procesiones,
a los
rosarios y al incienso,
que
recita los mandamientos
para
luego no cumplir ninguno.
A esa
gente que habla de paz
lanzando
misiles,
que
habla de ecologismo
contaminando
ríos y mares,
talando
bosques y aniquilando especies.
A
esa gente que abandona mascotas.
Un
gato blanco y sordo
sirve
de bien poca cosa
excepto
para amarlo
y
discernir por quiénes no lo cambiaríamos
ni
hartos de vino, ni locos,
ni por
todo el oro de este mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario