sábado, 8 de marzo de 2014

Judas



El bueno de Bernabé, con setenta y dos años a las espaldas, arrastraba con decencia su viudez desde hacía un lustro. Distintos retratos de Manolita, la difunta, colgaban en las paredes de la entrada, del pasillo y del pequeño pero acogedor salón. Sobre la mesilla de noche, una foto de la pareja tomada el día de su boda era objeto de constante besuqueo por parte del otrora ferviente novio y marido.

Bernabé vivía con la única compañía de un viejo gato castrado, bautizado por Manolita con el nombre de Sansón. Pero llegó el día en el que, tras horas de dolorosa agonía, la mascota resolvió emigrar en busca de su antigua propietaria para compartir con ella el descanso eterno.

Fue entonces cuando Mateo y Luisa, los hijos de nuestro solitario personaje, decidieron regalarle un periquito para mantener al padre entretenido y acompañado, mitigando de paso la pena de haber perdido a su amigo el gato. Aunque disimuló como pudo, por no contrariarles, el hombre recibió malhumorado tal obsequio; parecía mentira que sus propios descendientes ignorasen, a estas alturas de la vida, que siempre le habían repelido los bichos con plumas. Ojalá en una de éstas reapareciera Sansón, o uno de sus congéneres, para merendarse al pajarito.

Resignado no obstante a convivir con el perico, lo primero que hizo fue ponerle nombre: lo llamaría Judas, pues no se le ocurrió un apelativo más detestable. Luego colgó la jaula en un rincón de la estrecha terraza que asomaba desde la segunda planta a un gran patio de luces. Bernabé sonrió maliciosamente al recordar que la ciudad sufría una plaga de milanos empeñados en aniquilar el mayor número posible de aves domésticas. Con algo de suerte, Judas tendría los días contados.

Pero esos días fueron transcurriendo uno tras otro y las aves de rapiña brillaban por su ausencia en aquel barrio suyo. Llegó la triste fecha del aniversario, se cumplían cincuenta años de su matrimonio, y por motivos relacionados o ajenos al acontecimiento Bernabé tuvo la rutilante idea de enseñar al pájaro blanquiazul a piar su nombre.

-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!, ¡BER-NA-BÉ! –comenzó a gritar a la jaula de Judas con entusiástica intensidad.

-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!, ¡BER-NA-BÉ! -repitió sin descanso durante días enteros enfrente del atontado plumífero, que solo emitía graves gorgoritos ininteligibles o murmuraba frases pajariles sin sentido.

El viudo empezaba a hartarse de la evidente ineptitud de Judas para entonar el sencillo vocablo y una mañana en la que, desobedeciendo las pautas del médico, tomó junto al almuerzo dos rebosantes vasos de vino que nublaron su pensamiento, agarró la jaula y la lanzó por los aires, profiriendo un contundente “¡A LA MIERDA!”

La caja de alambres se estrelló con violencia en la galería de la planta baja. Contra cualquier pronóstico, la avecilla sobrevivió al impacto y, aprovechando el resquicio que dejaron unos barrotes desprendidos, salió volando hacia la vivienda de Bernabé. Sosteniéndose en el antepecho de la terraza, Judas se quedó mirando fijamente al agresor y antes de salir revoloteando con rumbo desconocido, le espetó con claridad:

-¡A LA MIERDA! ¡BERNABÉ!




2 comentarios:

  1. ¡Ja, ja, ja! Me parece una divertida parodia de El cuervo, por lo del pajarraco respondón.
    Un abrazo maestro

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    1. Los animales tienen más conocimiento del que les suponemos, David. Y Judas acabó demostrándolo. Un abrazo, amigo, ya tenéis la Liga "en el bote".

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