El bueno de Bernabé, con setenta y dos
años a las espaldas, arrastraba con decencia su viudez desde hacía un lustro.
Distintos retratos de Manolita, la difunta, colgaban en las paredes de la
entrada, del pasillo y del pequeño pero acogedor salón. Sobre la mesilla de
noche, una foto de la pareja tomada el día de su boda era objeto de constante besuqueo
por parte del otrora ferviente novio y marido.
Bernabé vivía con la única compañía
de un viejo gato castrado, bautizado por Manolita con el nombre de Sansón. Pero llegó el día en el que, tras
horas de dolorosa agonía, la mascota resolvió emigrar en busca de su antigua propietaria
para compartir con ella el descanso eterno.
Fue entonces cuando Mateo y Luisa,
los hijos de nuestro solitario personaje, decidieron regalarle un periquito para
mantener al padre entretenido y acompañado, mitigando de paso la pena de haber
perdido a su amigo el gato. Aunque disimuló como pudo, por no contrariarles, el
hombre recibió malhumorado tal obsequio; parecía mentira que sus propios
descendientes ignorasen, a estas alturas de la vida, que siempre le habían
repelido los bichos con plumas. Ojalá en una de éstas reapareciera Sansón, o uno de sus congéneres, para
merendarse al pajarito.
Resignado no obstante a convivir
con el perico, lo primero que hizo fue ponerle nombre: lo llamaría Judas, pues no se le ocurrió un
apelativo más detestable. Luego colgó la jaula en un rincón de la estrecha
terraza que asomaba desde la segunda planta a un gran patio de luces. Bernabé sonrió
maliciosamente al recordar que la ciudad sufría una plaga de milanos empeñados
en aniquilar el mayor número posible de aves domésticas. Con algo de suerte, Judas tendría los días contados.
Pero esos días fueron
transcurriendo uno tras otro y las aves de rapiña brillaban por su ausencia en
aquel barrio suyo. Llegó la triste fecha del aniversario, se cumplían cincuenta
años de su matrimonio, y por motivos relacionados o ajenos al acontecimiento Bernabé
tuvo la rutilante idea de enseñar al pájaro blanquiazul a piar su nombre.
-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!,
¡BER-NA-BÉ! –comenzó a gritar a la jaula de Judas
con entusiástica intensidad.
-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!,
¡BER-NA-BÉ! -repitió sin descanso durante días enteros enfrente del atontado
plumífero, que solo emitía graves gorgoritos ininteligibles o murmuraba frases
pajariles sin sentido.
El viudo empezaba a hartarse de la evidente
ineptitud de Judas para entonar el
sencillo vocablo y una mañana en la que, desobedeciendo las pautas del médico,
tomó junto al almuerzo dos rebosantes vasos de vino que nublaron su
pensamiento, agarró la jaula y la lanzó por los aires, profiriendo un
contundente “¡A LA MIERDA!”
La caja de alambres se estrelló con
violencia en la galería de la planta baja. Contra cualquier pronóstico, la
avecilla sobrevivió al impacto y, aprovechando el resquicio que dejaron unos
barrotes desprendidos, salió volando hacia la vivienda de Bernabé. Sosteniéndose
en el antepecho de la terraza, Judas se
quedó mirando fijamente al agresor y antes de salir revoloteando con rumbo
desconocido, le espetó con claridad:
-¡A LA MIERDA! ¡BERNABÉ!
¡Ja, ja, ja! Me parece una divertida parodia de El cuervo, por lo del pajarraco respondón.
ResponderEliminarUn abrazo maestro
Los animales tienen más conocimiento del que les suponemos, David. Y Judas acabó demostrándolo. Un abrazo, amigo, ya tenéis la Liga "en el bote".
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