Según
mi amigo Benito, al que le gusta decir lo que piensa sin rodeos ni zarandajas, cada
vez que un tío encorbatado con aspecto de no haber pasado hambre en su vida,
sentado en un sillón de cinco mil euros, detrás de un habano y una mesa de
diseño de precio asimismo incalculable, un tío con pinta y maneras de hiena, que
no ha hecho otra cosa en su puta existencia que rascarse las pelotas a dos
manos y defraudar al fisco, que no conocería el sudor si no hubiese visitado
una sauna, la Riviera Maya o una pista de pádel, cada vez (dice) que ese sujeto se
queja de la insuficiente productividad laboral y exige la bajada de los
salarios y las pensiones, debería desatarse una tormenta apocalíptica sobre su
jodida cabeza y caer un rayo mortal en sus descomunales testículos. Cada vez; sí, en sus testículos. Por cabrón, por hijo de puta.
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