Foto de Patrick Blart - http://500px.com/Baudesign
Estuvo
durante dos años viniendo casi todos los días a eso de la una. Con su
portafolios bajo un brazo y colgando del otro su bolso, oscuro la mitad del año
y en tonos pastel el otro medio. Le encantaba llevar botas y gabardina en
invierno, vestidos floreados y sandalias cuando llegaba el buen tiempo. Es
posible que no hubiese cumplido los cuarenta, pero no me atrevería a jurarlo,
ya se sabe que una de las grandes virtudes en las mujeres es disimular su edad a
toda costa, mientras calculan siempre con rigurosa exactitud la de sus
conocidas. Se plantaba en mi cola aunque fuese más larga que la de Luis Galván,
mi compañero, que no le invitaba a pasar por su mostrador al conocer esa
preferencia a ser atendida por un servidor. Tan sorprendente favoritismo me
confundía, pues Luis era infinitamente más apuesto y simpático, no en vano siempre
le precedió una legendaria y bien ganada fama de conquistador. Durante los
escasos cinco minutos en los que resolvía el papeleo que solía traer, nunca -a
pesar de todas mis tretas de perro viejo próximo a la jubilación- soltó prenda
respecto a su vida privada. Esquivaba con habilidad cualquier pregunta y
cabeceaba alegre cuando le comentaba mis propios asuntos; sin mostrar indiferencia,
jamás picó el anzuelo de la réplica. A menudo, la breve conversación se convertía
en un monólogo del que escribe o un intercambio de insulsos comentarios sobre
el tiempo o las últimas noticias. Pero todo eso no me importaba mientras siguiese
trayendo, como marca de fábrica, esa sonrisa de ensueño instalada bajo sus
hechizantes ojos negros.
La
casualidad quiso que a los pocos días de interrumpir sus visitas diarias, me
detectasen una incurable enfermedad degenerativa. La empresa tramitó mi
solicitud de incapacidad laboral y me enviaron a casa. Ahora que mis piernas ya
no responden y la conexión entre el cerebro y las cuerdas vocales también está
dañada, me entretengo mirando por la ventana, sufriendo la televisión y
escribiendo bobadas. Escribiendo, por ejemplo, que desde hace varios días la
mujer del papeleo pasa invariablemente a eso de la una por la acera de enfrente
y se queda observándome, sonriente, durante cinco eternos minutos. Escribiendo,
por ejemplo, que está exactamente igual que hace ocho años, cuando la vi por
última vez. Escribiendo, por ejemplo, que ya he alcanzado a comprender que no se
trata de una simple mujer, que es la Muerte personificada y sonríe para
transmitirme que muy pronto me rendirá su última visita.
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