lunes, 9 de febrero de 2015

La Bestia




Hoy es jueves 3 de junio de 1971. Me llamo Ralph Carroll, pero en los rings me conocían como La Bestia Carroll. Y no andaban desencaminados quienes eligieron ese apelativo. Porque al final, la bestia que llevaba dentro surgió aquel maldito 18 de octubre de 1954 en el que maté a un hombre en el Sports Arena de Toledo, Ohio.

Yo tenía veinticinco años. Duncan Crawford, de San Diego, solo treinta y tres. Casado y con tres hijos, estaba a punto de retirarse. Me ensañé con él sin ser necesario, ya le había derribado en tres ocasiones. El combate estaba ganado y Bobby me rogó en la esquina que tuviese compasión. Pero desatendí las instrucciones de mi preparador. No sé cuál pudo ser la razón, no intentaré justificarlo argumentando que Duncan me recordaba mucho a un blanquito llamado Alvin, algo mayor que yo, que cuando éramos críos nos puteaba constantemente en las sucias calles de un suburbio de Filadelfia. Tampoco culpabilizaré al entrenador de Crawford, que pudo lanzar la toalla y no lo hizo, o al referí que no detuvo la pelea a tiempo de salvarle la vida. Porque el que acabó con ella fui yo, con aquel golpe definitivo que me ha atormentado desde entonces, con el que he soñado de noche y de día durante casi diecisiete años.

       No alcancé la redención al retirarme completamente de la práctica de ese mal denominado deporte. No alcancé la redención cuando fui ordenado pastor de la iglesia baptista. No alcancé la redención por permanecer diez años en África ayudando a los necesitados. Pero hoy soy feliz, porque el momento de mi redención ha llegado. Quiero que después de que me vuele la cabeza aquí, en el hall del Hospital de la Universidad de California, extraigan mi corazón y se lo implanten a Andrew Crawford, el primogénito de Duncan, que está ingresado en este centro y necesita un trasplante para sobrevivir.


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