lunes, 1 de junio de 2015

El coleccionista



The dream collector - Hano Deckrsen (Brasil)



A mí, para ser sincero, los coleccionistas me dan grima. Siempre los miro de reojo y procuro mantenerme al margen. Jamás me atrevería a preguntar a ninguno de ellos por su afición, ya que podrían contestarme o, lo que es peor, intentar explicarme algo, entrar en concienzudos detalles sobre alguno de los apasionados productos de los que hacen acopio y que, la verdad sea dicha, me importan un pito. No entiendo cómo a nadie puede entusiasmarle observar lepidópteros muertos, vitolas para habanos desaparecidos, chapas oxidadas de espumosos, monedas nigerianas, escarabajos peloteros o estampillas de la Guayana Holandesa del período de entreguerras. Pero, por favor, no me malinterpreten, eso no significa que un servidor haya perdido el respeto por cualquier tipo y grado de excentricidad. Considero y defiendo que cada cual es muy libre de elegir sus desequilibrios o psicopatías. ¡Faltaría más!

Vengo a decir todo esto porque hoy me he acordado de mi vecino de arriba. Era uno de ellos, un coleccionista. Pero no uno cualquiera. Ese tipo era un crack. Porque en lugar de objetos tangibles, el buen hombre se dedicaba a almacenar sonidos. No, no estoy loco. Cada día era testigo de la extraordinaria y variopinta colección de ruidos, gritos, lloros, silbidos, golpes, ronquidos, voces, susurros, crujidos, músicas, gemidos, etcétera, que ese personaje acaparaba y que no sé dónde guardaba, ni qué pinta tenían, por cierto.

A veces me lo encontraba en el ascensor y comprobaba que le costaba dar los buenos días, decir hola, adiós o hasta luego. Seguramente debía pensar que cada palabra que salía de su boca es una pérdida, un sonido que huía y nunca más podría recuperar. Yo lo entiendo, sé por fuentes serias y solventes que esa gente es muy obsesiva, muy suya. Que no les gusta prestar ni compartir sus preciados objetos de deseo. Son capaces de machacarte con una clase magistral sobre cualquiera de ellos, pero lo que es compartir el más inútil y despreciable, eso ni por asomo.

Tal vez por esa misma razón, aquel sujeto se concentraba en disfrutar su colección en lo que entendía que era la intimidad de su casa y en los momentos más inesperados. Como cuando un domingo a las ocho de la mañana sacaba del baúl el estrépito de una taladradora. Me imagino que, emocionado al contemplar, oler, palpar y escuchar ese sonido, no reparaba en la delgadez de las paredes y los suelos. No era consciente de que estaba compartiendo –verbo maldito como he dicho para cualquier coleccionista- sus valiosos tesoros con extraños, ajenos además a su sacrosanta afición. Igual ocurría algunas noches, cuando difundía los gemidos del placer sexual de una pareja o unos ronquidos temiblemente estertóreos. Nunca llegamos a saber si el habitante de la puerta catorce tenía un canario o solo poseía el sonido de su canto, que amenizó tantos de nuestros amaneceres.

Me hubiera gustado conocer un poco más a aquel taciturno personaje, no tanto por curiosear en sus pertenencias como para poder ahora explicarme el cariño que tenía a la palabra «Maldita», detrás de la cual saltó desde su ventana del quinto piso.


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