Un hombre profundamente deprimido decidió
acabar con su vida. Como era persona miedica y crédula, cuya religión le había inculcado
que si se suicidaba su alma jamás dejaría de arder en el infierno, ideó una estrategia para desencadenar
la calamidad que facilitase un tránsito imprevisto y justificado.
Empezó pasando por debajo de la
escalera de un operario de Telefónica; sólo consiguió un esguince de grado II
en el tobillo derecho, al trastabillarse cuando bajaba de la acera.
Compró un precioso gato negro, pero
el animalito no sobrevivió las violentas dentelladas que le infligió el doberman
del hombre nada más traspasar la puerta de su vivienda.
Torció todos los cuadros del piso y
estuvo una semana levantándose con el pie izquierdo, a consecuencia de lo cual un
tío-abuelo suyo, de 87 años de edad y residente en Salamanca, sufrió una
embolia.
Otro día rompió una luna del
armario y a las pocas horas el tren Granada-Barcelona descarriló a su paso por
Alcázar de San Juan.
Derramó quince kilos de sal,
repartidos por todas las habitaciones, y aunque dimitieron dos ministros en
Argentina, lo único que ocurrió es que se averió el aspirador.
Otra mañana subió de la tienda de
los chinos con veinte paraguas negros y los dejó todos abiertos dentro del
salón; de aquel día podemos reseñar que: a) no llovió, b) el perro se escondió
acobardado debajo del sofá y c) se registró un importante movimiento sísmico en
Kazajistán.
Y un martes 13, en el que el hombre
tenía planeado tomar el autobús de la línea 13 para ir a pasar la jornada en el
apartamento número 13 que había alquilado en el 13 de la Decimotercera Avenida,
ese día, precisamente a las 13 horas y 13 minutos, un marido despechado lo
confundió con el amante de su mujer y le pegó 13 tiros en el portal de su casa.
Asunto resuelto. Por cierto, ¿a
alguien le interesa un doberman?