Colchones Cabezón. Ése era el nombre de la importante fábrica de don Félix
Cabezón, un hombre muy rico que tenía una gran y bonita casa, un lujoso coche,
una mujer despampanante y un perrito con noble pedigrí. Además, el empresario se
relacionaba con muchos clientes y proveedores, otros fabricantes y algunos
políticos, con los que a menudo se reunía para comer o cenar en restaurantes de
alto standing donde servían mucho
marisco y vinos de leyenda. Allí contaban muchos chistes de bajo standing y se criticaba a otros clientes
y proveedores, a otros fabricantes y a otros políticos, aunque a veces también se
sellaba algún negocio, bueno para todas las partes. Pero el señor Cabezón,
pobrecito, aunque conocía a mucha gente con la que comía, bebía, bromeaba, refería
chascarrillos e incluso hacía negocietes, no tenía ni un solo amigo.
Tal vez por ello, quién sabe, el
colchonero se dedicó a espiar a sus empleados cuando éstos coincidían en las
pausas del almuerzo y la comida. Todo comenzó cuando, un buen día, se le ocurrió
observarles a través del ventanal de su despacho situado en el primer piso. Nunca
ocultaban su jovialidad en el comedor de la empresa mientras parecían relatar
anécdotas familiares y proyectar humildes planes para su tiempo libre, tiempo
que Félix solía emplear en acompañar a su esposa Piluca de boutiques o al
cirujano plástico, pasear a Chochín, limpiar
la piscina o pasar el cortacésped por el jardín. Tanta atracción afloró en el
patrón por las vidas de sus asalariados, que instaló micrófonos ocultos en el refectorio
para tener completo acceso a sus comentarios y poder conocerles mejor. Tras
algunas semanas vigilando al personal, Félix comprendió que aquellos seres, que
no tenían ni grandes ni bonitas casas, ni lujosos coches, ni mujeres, maridos o
perritos de diseño, que por su culpa ni siquiera disponían de unos sueldos medianamente
decentes, eran sin embargo medianamente felices. Y que su mediana felicidad no dependía
de la mediana o pequeña cantidad de dinero que pudiesen atesorar o gastar, sino
de la sencilla actitud de acomodarse a sus particulares y miserables
insuficiencias, valorando lo necesario y eludiendo lo superfluo, todo ello sobre
una sólida base viscoelástica de amor y amistad.
Cabezón empezó a admirar con envidia
a sus trabajadores porque, poseyendo muchísimo menos que él, demostraban más
alegría y deseos de vivir. Para asombro de la plantilla, determinó pasear con
frecuencia por la fábrica, preguntando a Paco si su hijo ya se había recuperado
de la neumonía, consultando a Asunción cómo le iba a su madre en la residencia,
aconsejando a Federico que cambiase de mecánico, etcétera, etcétera. Una tarde
les reunió para anunciarles que, como las cosas marchaban bien, iba a abonarles
una paga extra a final de mes. Poco tiempo después, Félix bajaba a comer diariamente
con sus subordinados. La tensión y suspicacia mostradas al principio por todos
ellos fue remitiendo a medida que se acostumbraron a su amable compañía y a los
chistes malos, de bajo standing, que
contaba. Aunque era el dueño de la fábrica y a pesar de las distancias
económicas y sociales existentes, Félix se acabó integrando muy bien en aquel grupo.
No era raro que las sobremesas se
extendieran a petición del propio jefe. En ellas se discutían formas de
modificar tal o cual proceso, en aras a dulcificar algunas fatigosas tareas sin
pérdidas de efectividad. Nadie sabe si ese acercamiento del colchonero al
personal y los cambios introducidos en la actividad manufacturera fueron el
detonante, pero el hecho es que la productividad aumentó significativamente los
meses siguientes. En agradecimiento, el jefe les premió con una semana
adicional de vacaciones.
Durante el verano Cabezón meditó,
meditó y meditó. Al final, tomó la decisión de ser feliz, como sus operarios.
Pero para igualarse a ellos debía desprenderse de muchas cosas y la primera de
ellas era la fábrica. A Félix ya en varias ocasiones le habían intentado
comprar la industria. Contactó con el último ofertante y convino un precio
justo para la transacción, incorporando una condición por la cual el nuevo
propietario no podría despedir a ninguno de los trabajadores a menos que abonase
una altísima indemnización. Y antes de que se formalizara el traspaso de la
sociedad, se dio de alta como empleado. Los flecos del dinero, la casa, el
coche y Chochín, elementos que en su
nuevo estatus también sobraban, se resolvieron fácilmente mediante un divorcio
exprés, un trato en el que Piluca quedó más que bien parada, al apropiarse de
todo.
Don Félix Cabezón es ahora arrendatario de un pequeño apartamento en el
extrarradio, tiene un coche de segunda mano que se cala cada dos por tres,
ronda a Paquita la telefonista y disfruta con los trinos de su canario Gorki. En los ratos de ocio le gusta
leer, pasear en bicicleta, está aprendiendo a tocar la guitarra y alterna con
sus compañeros y amigos de la fábrica, con los que a veces sale de excursión y que
le llaman cariñosamente “Cabezota”.