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domingo, 27 de abril de 2014

Ajuste de cuentas



De súbito, despiertas. Abres los ojos, acostado al lado de una mujer desnuda a la que no conoces. Sobre un colchón que tortura tus vértebras. En la infame habitación de un mísero motel. Te levantas con dificultad, encogiéndote de dolor. Descorres las cortinas. Fuera, bajo el sol naciente, un paisaje árido en tonos ocres. Estás en medio del desierto que a lo lejos atraviesa una carretera solitaria. Te vuelves y reparas en la insólita belleza de esa misteriosa mujer. También en su palidez extrema. Te acercas y cuando compruebas que no reacciona a tus llamadas, que parece no respirar, la abofeteas. Nada. Verificas su pulso y decides que está muerta. Te entra el canguelo. No hay sangre, tampoco marcas de violencia en ningún rincón de su preciosa anatomía. Pero te acobardas porque, además, no logras recordar. No sabes dónde te hallas ni cómo has podido llegar allí. Ignoras quién es la diosa muerta. Lo ocurrido durante las anteriores veinticuatro horas sencillamente se ha desvanecido, ya no forma parte de tu vida, de tu historia. Entonces observas alrededor. Sobre una pequeña mesa, tumbada y vacía, descansa una botella de bourbon; a su lado, un cenicero repleto de colillas. En el suelo una vieja máquina de escribir, destrozada. Y la papelera, llena de folios estrujados. Tomas uno de ellos y lees la única línea que hay mecanografiada en él. A continuación despliegas otro que muestra la misma leyenda. Y luego otro y otro más, hasta vaciar la cubeta. Comienzas a temblar. En todos aquellos papeles, las mismas palabras: “Hoy encontré a mi musa; va a pagar por todo lo que no hizo”


jueves, 17 de abril de 2014

¡Vive Dios!


Cuadro de Francisco Domingo Marqués (1842-1920)


A Don Gonzalo le encendía la sangre y desgarraba el alma que también Maese Nuño cortejase a Doña Isabel de Velada, la hermosísima dama que tiempo ha tenía secuestrado su inflamado corazón, y no halló más sabio ni certero remedio que promover un duelo que dirimiese cuál de los dos caballeros alcanzaría la merced de pretender en exclusiva a doncella tan maravillosa. Resuelto a semejante enfrentamiento, pues bien prefería arrostrar la inconveniencia de la muerte al sinvivir de los celos, el loco enamorado encomendó a un lacayo allegase al rival su aviso de desafío, brindándole el privilegio de elegir armas como era de ley en el Concejo.

Mas cuando Gonzalo leyó la réplica de Nuño primeramente palideció, luego blasfemó y maldijo a su taimado enemigo: los pertrechos escogidos no eran sino la pluma de un ganso, un tintero y una lámina de papel; el más galante soneto de amor, al decir de la propia Isabel, dispondría el vencedor de la contienda.

Cuento finalista en el Concurso de Microrrelatos Avilabierta 2013


sábado, 29 de marzo de 2014

El incómodo embrollo


Shadow Days - Michael Ryan (www.500px.com)

Si bien mi mujer me engaña, no debería reprochárselo. Multitud de veces le he dicho: "Nena, si se presenta una oportunidad no la desaproveches, dale alegría a tu cuerpo, que tu cuerpo es para darle alegría y cosas buenas, ¡ahhhhhhhhhhhhh, Macarena!"

Primero sospeché que la alegría se la proporcionaba un vecino, la pareja de alguna de sus amigas, el cartero, incluso una de mis amistades o su místico profesor de tai-chi. Al final, conseguí descubrir que solo me es infiel con mi otro yo. Y eso sí que no. Ah, no. Por ahí no paso. Toleraría que me pusiera los cuernos con alguien conocido o cognoscible, pero justamente con alguien que -por mucho que me lo proponga- jamás llegaré a conocer, eso no puedo consentirlo. De ninguna de las maneras. Aunque, si me paro a reflexionar, a estas alturas dudo si culpar a mi esposa o a mi otro yo, el perfecto extraño que se la beneficia a mis espaldas.

Mi mujer argumenta que no sabe nada, que debe ser su otra ella la que se entiende a escondidas con mi otro yo. Un día de estos tenemos que sentarnos a hablar los cuatro para ver si resolvemos, de una vez por todas, este incómodo embrollo.


miércoles, 12 de marzo de 2014

El ocaso del crooner



Son cerca de las dos de la mañana en Las Vegas y Bobby Martino está llorando. Llora sentado frente al iluminado espejo, en un pequeño camerino del Four Aces Casino. Al lado de una botella vacía de JB y un cenicero repleto de colillas. Vestido de riguroso smoking, su número será presentado dentro de pocos minutos. Pero Bobby sabe que está acabado, presiente que su vida ha sido un completo fracaso. Exceptuando, por supuesto, aquellas temporadas en las que recorrió el país con las big bands de Vinnie Gilmore y Paul Roswell. Entonces, las emisoras de radio y televisión se lo rifaban; grabó el álbum titulado “Clown’s Tears” –vaya ironía-, que fue éxito de ventas en la primavera del 64 y del cual sigue recibiendo de forma esporádica algún insignificante royalty. Su voz era prodigiosa, los entendidos llegaron a compararle con Frank Sinatra y Tony Bennett. Aunque hace tanto tiempo de eso…

Ahora, con cuarenta y dos años, transporta el hígado y los pulmones de un anciano. Tras dilapidar una pequeña fortuna ha de conformarse con cantar, acompañado por un miserable teclado electrónico, ante cuatro borrachos de su misma guisa a unas horas sencillamente indecentes. Y aún así, ha de estar agradecido a su viejo amigo Regis Farina, el dueño del casino. Nadie en sus cabales le habría contratado, la decadencia del crooner es más que palpable. Ha necesitado renunciar a temas algo exigentes, un repaso a su actual repertorio provocaría arcadas a cualquier principiante.

Tuvo tres esposas y cinco hijos, de los que no sabe nada. Renunció al amor tras el último divorcio. Ahora escoge, como compañía eventual, pedazos de carne con el talento de zorras veteranas y analfabetas. No necesita nada más. Jóvenes guapas y cariñosas, obsesionadas por salir sonriendo y luciendo escote junto a un muerto viviente en las fotos que suelen publicar todos esos semanarios para gente ociosa y descerebrada.

Bobby se enjuga las lágrimas con la manga y, como ha venido haciendo durante las dos últimas semanas, saca de su bolsillo un viejo dólar de plata. Si al lanzarlo aparece cara, saldrá al escenario para continuar exhibiendo su patética decrepitud. Si es cruz se acercará al abrigo, extraerá el revólver y hará feliz a Brenda, su pareja actual, que podrá ofrecer entrevistas exclusivas sobre los horrores de la convivencia de una sencilla muchacha de Ohio con un cantante lascivo, alcohólico y suicida. La única diferencia es que esta vez ha decidido no hacer trampas.


sábado, 8 de marzo de 2014

Judas



El bueno de Bernabé, con setenta y dos años a las espaldas, arrastraba con decencia su viudez desde hacía un lustro. Distintos retratos de Manolita, la difunta, colgaban en las paredes de la entrada, del pasillo y del pequeño pero acogedor salón. Sobre la mesilla de noche, una foto de la pareja tomada el día de su boda era objeto de constante besuqueo por parte del otrora ferviente novio y marido.

Bernabé vivía con la única compañía de un viejo gato castrado, bautizado por Manolita con el nombre de Sansón. Pero llegó el día en el que, tras horas de dolorosa agonía, la mascota resolvió emigrar en busca de su antigua propietaria para compartir con ella el descanso eterno.

Fue entonces cuando Mateo y Luisa, los hijos de nuestro solitario personaje, decidieron regalarle un periquito para mantener al padre entretenido y acompañado, mitigando de paso la pena de haber perdido a su amigo el gato. Aunque disimuló como pudo, por no contrariarles, el hombre recibió malhumorado tal obsequio; parecía mentira que sus propios descendientes ignorasen, a estas alturas de la vida, que siempre le habían repelido los bichos con plumas. Ojalá en una de éstas reapareciera Sansón, o uno de sus congéneres, para merendarse al pajarito.

Resignado no obstante a convivir con el perico, lo primero que hizo fue ponerle nombre: lo llamaría Judas, pues no se le ocurrió un apelativo más detestable. Luego colgó la jaula en un rincón de la estrecha terraza que asomaba desde la segunda planta a un gran patio de luces. Bernabé sonrió maliciosamente al recordar que la ciudad sufría una plaga de milanos empeñados en aniquilar el mayor número posible de aves domésticas. Con algo de suerte, Judas tendría los días contados.

Pero esos días fueron transcurriendo uno tras otro y las aves de rapiña brillaban por su ausencia en aquel barrio suyo. Llegó la triste fecha del aniversario, se cumplían cincuenta años de su matrimonio, y por motivos relacionados o ajenos al acontecimiento Bernabé tuvo la rutilante idea de enseñar al pájaro blanquiazul a piar su nombre.

-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!, ¡BER-NA-BÉ! –comenzó a gritar a la jaula de Judas con entusiástica intensidad.

-¡BER-NA-BÉ!, ¡BER-NA-BÉ-!, ¡BER-NA-BÉ! -repitió sin descanso durante días enteros enfrente del atontado plumífero, que solo emitía graves gorgoritos ininteligibles o murmuraba frases pajariles sin sentido.

El viudo empezaba a hartarse de la evidente ineptitud de Judas para entonar el sencillo vocablo y una mañana en la que, desobedeciendo las pautas del médico, tomó junto al almuerzo dos rebosantes vasos de vino que nublaron su pensamiento, agarró la jaula y la lanzó por los aires, profiriendo un contundente “¡A LA MIERDA!”

La caja de alambres se estrelló con violencia en la galería de la planta baja. Contra cualquier pronóstico, la avecilla sobrevivió al impacto y, aprovechando el resquicio que dejaron unos barrotes desprendidos, salió volando hacia la vivienda de Bernabé. Sosteniéndose en el antepecho de la terraza, Judas se quedó mirando fijamente al agresor y antes de salir revoloteando con rumbo desconocido, le espetó con claridad:

-¡A LA MIERDA! ¡BERNABÉ!




viernes, 7 de marzo de 2014

En el mar



El viejo Eustaquio murió, como tantos otros miles y millones de personas, sin haber visto nunca el mar. Sin haber sentido el aroma salitre de la costa, sin haber bañado sus pies en la espuma que las olas traen a la orilla, sin haber podido admirar la majestuosidad de un paisaje dominado por el horizonte inalcanzable.

El viejo Eustaquio murió sin conocer el mar; tal vez por eso no debería parecer contradictorio que su última voluntad fuera, precisamente, que esparciesen en él sus cenizas.


viernes, 21 de febrero de 2014

La fórmula



Las extrañas y repentinas muertes de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha rápidamente el mío sería el próximo cadáver.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?

Aquellos tipos, además de peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el delgado filo de la ley.

Cuando el ascensor de Louis Morand, director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que lo tuvo claro.

Como adjunto a la dirección y única persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que, según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados con una rapidez y pulcritud exquisitas.

-Quiero ver muertos al ministro de Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.

-Eso le va a salir muy caro, ¿lo entiende, verdad?

-Lo entiendo, por supuesto que lo entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo de una fórmula valiosa, muy valiosa.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?  –replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.

-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que salvará millones de vidas.

-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos entrega la fórmula a nosotros?

-Morand, Duvivier y yo mismo sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.

-¿Así de sencillo?

-Afirmativo. He hablado con él y hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del intercambio.

-¿Y quién le dice que no fuimos nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?

Esas preguntas casi consiguieron helar mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.

-En ese caso, les imploro solo una pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego. Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.

Gaetano Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.


martes, 11 de febrero de 2014

Suerte o destino




El calendario era el principal obstáculo. Belafonte había descubierto serios indicios sobre el perjurio cometido por Elizabeth, pero las pruebas definitivas que permitirían reclamar la celebración de una nueva vista se resistían a aparecer. La inexplicable obstinación de la fiscal impidiendo el acceso del letrado al informe de los forenses, entorpecía también el avance de las investigaciones. Mientras, el tiempo transcurría inexorable y Alfred, bajo su uniforme naranja, perdía la paciencia hasta el punto de manifestar propósitos suicidas que nunca tomaron en cuenta las autoridades penitenciarias. Cuando todo se antojaba definitivamente perdido, cuando la muerte se aprestaba a doblar la esquina para llevarse a Alfred no con su guadaña, sino con una jeringuilla hipodérmica, la suerte o el destino dictaron una prórroga. El diario de la tarde informaba del hallazgo de otra víctima asesinada con el mismo ritual diabólico, con idéntica malicia criminal. Y la ejecución fue suspendida.


domingo, 9 de febrero de 2014

La llamada de la sangre



El alguacil Parsons y el reverendo Coughan: ellos son ahora el principal problema.

Me vi forzado a intervenir. Justin es un perfecto imbécil, pero es mi hermano. Dicen que la sangre llama a la sangre y puedo atestiguar que es cierto, una verdad como un templo. Por eso llegué a la penitenciaría ataviado de clergyman, asegurando que Coughan estaba enfermo y me enviaba para reconfortar al condenado en sus últimas horas. Por eso extraje el revólver cuando abrieron la celda para trasladarlo al patíbulo. Por eso disparé a las piernas de un policía y por eso coloqué el cañón en la sien de Parsons tomándolo como rehén, lo cual facilitó nuestra huida en su propio automóvil. Por eso estamos ahora en este sucio granero, intentando tomar una decisión. Opino que matarles no resolverá nada, pero ya he dicho que Justin es un perfecto imbécil. Por eso aprieto fuertemente esta Biblia y pido a Dios que ilumine a mi hermano para que no se equivoque de nuevo, para que no me arrastre al infierno.


jueves, 6 de febrero de 2014

La indescriptible ilusión



Te levantas cada noche a la hora aproximada en la que tus jóvenes vecinos acaban de pegar el segundo polvo. A veces ni siquiera has podido dormir, porque la algarabía de los adolescentes que participan en las mangas preliminares del botellón no lo ha permitido. Mojas tu cara con agua fría, te clavas el uniforme y enfrentas la helada madrugada con la indescriptible ilusión que proporciona ese trabajo de mierda, gracias al cual obtienes un sueldo miserable que consigue hacer mucho más ricos a tu patrón y a los dueños de Mercadona (siempre fuiste un patriota). Ese empleo, por llamarlo algo, consistente en pasar la máquina barredora y joder los sueños de quienes aún se los pueden permitir. Porque, reconócelo, en el fondo disfrutas cuando armas barullo con ese maldito vehículo eléctrico, aspirando la basura y los excrementos de las mascotas de los pijos mientras éstos se revuelven en sus lechos, acordándose de todos tus muertos a las seis de la mañana. A falta de otros incentivos, te recreas en los barrios residenciales; pasas sin prisa dando caña a los motores, succionando a todo meter para dejar esas vías como una esplendorosa patena. En tu pecho llevas prestado el escudo del Ayuntamiento, un emblema que suele otorgar algún privilegio insignificante. Además, no eres tú el que dispone los horarios, necesitarías estar loco o ser un redomado masoquista para imponerte semejante sacrificio. Hasta que un buen día, al doblar una esquina, un desconocido te agarra del cuello, te extrae de la cabina y empieza a patear violentamente tu hígado en tanto la máquina sigue avanzando con lentitud por la desierta acera. Intentas reincorporarte, pero el agresor vuelve a lanzarte al suelo y esta vez te pisa la cara y te rompe el radio. El robot limpiador prosigue su marcha y acaba colisionando contra un coche por allí estacionado. Al día siguiente, con un ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, los jefes te obsequian con un lindo finiquito, al tiempo que exigen que les des las gracias por no descontarte los costosos destrozos causados. Tomas el dinero, te despides con resignación y entras en el primer Mercadona a comprar unas cervezas: Turia, por supuesto. Porque siempre fuiste un patriota.


domingo, 2 de febrero de 2014

La lástima




Ahora reconozco que El Chino no era tan mala gente. El Chino tampoco era asiático y su apellido real era Williams; un profesor de inglés que no tenía la culpa de haber sido formado –el diablo sabrá dónde- bajo la cavernícola premisa de “la letra, con sangre entra”. Y aunque comencé a odiarle el día en el que, por no haber hecho las tareas, me rompió de un golpe el tímpano, he llegado a entender que El Chino no era ningún psicópata disfrazado de educador. Solo un lobo solitario, reprimido, desgraciado hasta decir basta, que únicamente pretendía no suscitar lástima a los demás. Aunque para nuestra desdicha, no encontró peor fórmula que el uso cotidiano de la brutalidad, maltratando y aterrorizando a unos niños inocentes.

Olvidadas mi infancia pero sobre todo mi inocencia, comprendí mientras ponía el cañón del revólver en su nuca, que le haría un gran favor, que con una leve presión de mi dedo índice ahuyentaría al instante todos los fantasmas de su pasado. Como el fantasma de mi sordera, por ejemplo. Cuando suplicaba piedad mediante susurros ininteligibles, yo acercaba el oído dañado a sus labios y exigía que hablase más fuerte, más claro. Amarrado a una silla en aquella factoría abandonada, se orinó encima antes que de una patada lo tumbase y le dejara allí postrado. Antes de irme grité que me daba muchísima lástima lo cual, aun siendo una gran mentira, era precisamente lo único que él jamás habría querido escuchar en toda su infame existencia.

Esta mañana, el diario ofrecía la noticia del hallazgo de los restos de un cuerpo devorado por las ratas.


martes, 28 de enero de 2014

Siempre hay otra oportunidad



Imaginas. Imaginas que vas caminando por la ciudad. Por tu ciudad. De repente sientes un mareo. Estás junto a la puerta de una iglesia. Decides entrar y sentarte un rato, a ver si se te pasa. Hay mucha gente. Se va a celebrar una boda. Y allí, al pie del altar, junto a un atleta metrosexual, Lola, la chica de tu vida vestida de blanco. Esa novia que te dejó hace meses a consecuencia de una nimia discusión, esa mujer a la que nunca dejaste de adorar. Tu corazón se acelera. En el último banco comienzas a llorar, primero en silencio, luego ruidosamente. No puedes contener el llanto. Todos te miran. Lola se vuelve y te reconoce. Se queda inmóvil y, a pesar de la distancia, divisas una triste sonrisa y varias lágrimas deslizándose por su mejilla. Luego ves cómo corre hacia ti, te toma del brazo y salís juntos del templo hacia cualquier parte, como en la escena final de “El graduado”.

Despiertas. Despiertas sobre tu propio vómito, tirado en un callejón. Al lado de un contenedor de basura. Tu vientre brama de dolor, sangras por la boca. No sin dificultad, empiezas a recordar. Lola te acaba de dejar por una tontería y te has puesto hasta el culo de alcohol. Borracho como estás, entras en la iglesia donde una pareja se está casando. El novio es Guti. Toni Gutiérrez, vestido de chaqué. El malnacido que siempre te llamaba imbécil y cada dos por tres, sin venir a cuento, te zurraba en el instituto. El bravucón que te rajó una cazadora nueva. El cerdo que te birló Cien años de soledad y luego le prendió fuego en el patio. Ese hijo de perra al lado de una joven preciosa, de un verdadero ángel. Tú, desde la valentía que proporciona la embriaguez, gritas al cafre que deje en paz a esa muchacha, que no siga, que la hará una desgraciada. Y Gutiérrez que se acerca, agarrándote de las solapas te saca al exterior y, de sendos puñetazos, primero te desordena las tripas en recuerdo de los viejos tiempos y después parte tu boca como recompensa a esa imprudente audacia.

Te incorporas un poco y observas cómo, encabezados por la novia, desfilan ante ti numerosos invitados. Parece que la ceremonia se ha suspendido. Tu inconsciencia ha conseguido desenmascarar el auténtico perfil de Guti. Ya no podrá dañar a esa pobre chica, ya no arruinará su vida. Te sientes bien, muy bien, como un héroe destrozado, sin dientes y con resaca. Sentado en el suelo, desenfundas entonces el móvil y marcas un número. Entre sollozos le pides perdón a Lola, le dices que la quieres, que no puedes vivir sin ella y acabas suplicándole que te acompañe a un médico.


lunes, 27 de enero de 2014

Conclusión



Mientras corría solo por la campiña bajo una espantosa tormenta, a Fernando le alcanzó un rayo. Su cuerpo se vino abajo, desmadejado, con la indeleble marca de una quemadura en el temporal izquierdo. Lo que Fernando ignoraba, porque nadie nunca en ningún lugar había sobrevivido para contarlo, es que cuando te fulmina un rayo y tu corazón se detiene y casi todas las partes del organismo se declaran en huelga indefinida, tu cerebro sigue funcionando. Las neuronas, posiblemente estimuladas por la descarga eléctrica, persisten en trasladar información a través de la materia gris durante un período de tiempo imposible de determinar; tal vez segundos, tal vez minutos, cualquiera sabe. En tanto continuaba lloviendo sobre el inmóvil cadáver, sobre unos restos que ya no percibían ni la humedad ni la ventisca ni el frío, Fernando tuvo dos últimos pensamientos. Primero reconoció la nefasta decisión de salir a hacer jogging con los espesos, negros y gigantescos nubarrones que auguraban la peor fatalidad en un firmamento que ahora no conseguía ver, porque la conexión con sus ojos estaba interrumpida. Después se arrepintió de haber asesinado horas antes a su esposa Rebeca y al hombre con el que la sorprendió amándose apasionadamente, concluyendo que el destino acababa de impartir justicia.





lunes, 20 de enero de 2014

La confesión



Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor y soy de Chicago. Todo comenzó hace más de cuarenta años, cuando yo tenía veinte. Aquel día de finales de septiembre de 1963 mi viejo se tropezó con un amigo, un tipo apellidado Wayne o Cooper o Scott, no recuerdo, era un tipo con el apellido de una estrella de cine. Pues bueno, resulta que ese individuo tenía contactos en el FBI, os aseguro que es verdadero todo lo que cuento. El amigo de mi padre, que se llamaba como un actor de Hollywood que hacía pelis de cowboys y apuesto que tendría apariencia de profesor de filosofía, le comentó que el FBI buscaba savia nueva para una misión especial y bueno, ya os podéis imaginar que en esa clase de sitios no publican unas pruebas de acceso o una oposición como si se tratase del típico puesto de funcionario, de uno de esos que trabajan detrás de una ventanilla sellando papeles, explicando a la gente los impresos que tiene que cumplimentar y todo ese rollo. El viejo llegó a casa y me ordenó que al día siguiente me presentase en una dirección con la tarjeta de ese conocido suyo y hablase con un sujeto llamado Davis o Brown o Baker o Morgan, solo me acuerdo que se apellidaba como un famoso trompetista de jazz muerto, pero no me preguntéis como cuál de ellos. Me dijo que estaba harto de verme sentado frente al televisor, bebiendo cerveza y rascándome las pelotas. Que era hora de espabilar y ganarme las alubias, o las lentejas, o no sé qué mierda de legumbres, soltó mi viejo. El caso es que al día siguiente dejé de rascarme las pelotas y acudí allí, a un despacho en el centro de la ciudad, un local un poco misterioso, no estaba rotulado y la recepcionista te observaba como te observa una máquina de hacer radiografías, con cara de preguntarse de dónde habrá salido este desgraciado con ese cutis donde es imposible encontrar un centímetro cuadrado libre para plantar más acné. Luego, el fulano con nombre de trompetista, que no tenía ninguna pinta de músico, sino que más bien parecía un carnicero vestido para ir a un entierro, me dijo que necesitaban a un joven sin escrúpulos, con pocos amigos pero con ganas de hacerse millonario, que no amase demasiado a su familia y que valorase su maldito culo lo suficiente como para mantener la boca herméticamente cerrada el resto de su vida, no recuerdo su apellido, pero recuerdo a la perfección las palabras “la boca herméticamente cerrada”. Le dije que había encontrado a su hombre, que yo no tenía amigos y que mi única familia era mi padre, al que odiaba desde que era un crío. Que estaba a su disposición y que fuera sacando el contrato para firmarlo al galope. Qué contrato ni qué niño muerto, me contestó el carnicero, aquí con mi palabra es suficiente; si te vale de acuerdo y si no, lárgate cagando leches. OK, le dije (siempre me cayeron bien los carniceros), cuente conmigo, me fío de usted, ¿cuándo empezamos? El hombre que nunca firmaba contratos me hizo unas fotos, me dio cien dólares, como os lo cuento, era la mayor cantidad de pasta que había visto nunca cualquiera de mis tristes bolsillos en toda su miserable existencia, y me envió en autobús a un pueblucho de Oklahoma, donde me esperaba un colega suyo que se llamaba Clay, o Louis o Frazier o Robinson, bueno, como uno de los mejores boxeadores de la historia, qué carajo. El colega, cuyo aspecto era imposible asociar con el boxeo, físicamente era un blanco saco de huesos y hablaba poco más que una tumba. Cuando nos presentamos, solo me dijo que ya no me llamaba Rudolph Taylor, que esa persona había muerto, que mi nombre a partir de ese momento iba a ser Thomas Wilson, nacido en Kentucky, y que si no me gustaba, que me fastidiase, porque la documentación estaba de camino. El esqueleto con nombre de boxeador y yo nos alojamos en una pequeña cabaña de madera escondida en la profundidad de un apartado bosque, en el que todos los días practicaba durante horas para aprender a disparar un fusil. Llené todos aquellos árboles de proyectiles, a mediados de noviembre fui capaz de atravesar un cedro al incrustar cuatro veces seguidas una bala sobre otra, a la distancia de doscientos metros. Ese día el esqueleto murmuró “Estás preparado”. “¿Preparado para qué?”, le pregunté. “Preparado y punto”, respondió frunciendo su huesudo ceño, “Recoge tus cosas, nos vamos a Texas”. Más tarde me explicaron el plan, era cargarse al presidente, ni más ni menos que a JFK. Visitaría Dallas el día 22 y tres francotiradores, que no nos conocíamos entre sí, abriríamos fuego desde distintas posiciones y ángulos justo cuando su descapotable doblase Elm Street para irrumpir en Dealey Plaza. Recibiríamos mucha, mucha, mucha pasta, había peces muy gordos, gordísimos, detrás de ese golpe. El chófer del presidente era otro compinche, tenía instrucciones de mantener la velocidad del coche a quince kilómetros por hora, pasase lo que pasase. Pero os juro que no tuve nada que ver en el magnicidio, aunque al presi podría haberle perforado el cráneo fácilmente, estaba más que adiestrado para ello. En el último momento, cuando a través de la mira telescópica distinguí a su lado a Jacqueline, me vino el flash de una foto que había visto hacía meses en una revista, una enternecedora imagen de Kennedy en familia, jugando con sus hijos. Sé que no vais a creerlo, me importa un bledo, pero en aquel instante, en cuestión de segundos, pensé que un joven padre que juega con sus pequeños tiene todo el derecho a conservar su vida, a que nadie se la quite, para poder seguir haciéndolo. Así es que levanté el rifle y lo dirigí contra el francotirador que estaba en una azotea al otro lado de la calle, abatiéndolo de un certero disparo. Sin embargo no me dio tiempo de encargarme del segundo especialista, que efectuó puntualmente sus dos tiros. Esos condenados agentes del FBI, después de despachar a Oswald, me buscaron por tierra, mar y aire durante años, no podían imaginar que había emigrado a Alaska con otra identidad. Cada noche sueño con que podía haber acabado como cualquiera de los otros tiradores, esa gente solo quería seres anónimos para crearles una biografía ficticia, cargarles el muerto y liquidarlos. He tenido mucha suerte, aquí en el culo del norte, ejerciendo de solitario cazador, me he ganado bien los garbanzos y ahora, que tengo los días más que contados por culpa de la puñetera cirrosis, destapo la boca que he tenido herméticamente cerrada durante largos años, quiero desvelar, porque me muero y me da la gana, la realidad de aquellos hechos. Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor y soy de Chicago.

jueves, 16 de enero de 2014

Solo entonces




Esa vez, ella lloró. No lo hizo cuando la apresaron alejándole de su familia, cuando mataron a su mejor amiga de una paliza, cuando la obligaron a trabajar enferma de sol a sol en los campos de algodón de Mississippi, cuando la forzó el amo y en tantas otras ocasiones. Mas cuando se lo arrebataron para entregarlo a unos desconocidos, pensando en su bebé y antes de abrirse las venas, lloró. Solo entonces. Por primera y última vez en su vida.


miércoles, 15 de enero de 2014

El arrebato




La mujer que iba en el coche a mi lado volvió a señalar la berlina roja.

-¡Por Dios, no lo pierda! ¡Acérquese más! –exclamó nerviosamente.

-Señora, hago lo que puedo. Existen unos límites de velocidad.

La pasajera sacó un billete de doscientos euros y lo colocó sobre el taxímetro. Pisé a fondo y sorteando los tres vehículos que nos separaban me situé tras él.

-Póngase a su altura, a la izquierda.

Con una rápida maniobra cumplí las instrucciones. Mi acompañante bajó la ventanilla y descargó un pistoletazo contra el otro conductor. Frené en seco.

-¿Por qué se detiene? ¡Volvamos a la clínica psiquiátrica, rápido! –me dijo amenazándome con el revólver.



domingo, 12 de enero de 2014

Esos inoportunos halagos



-Chico, tienes un don: naciste para escribir -me aseguró el grandísimo tocapelotas. Decía que era un experto literario ¡Y una mierda! No recuerdo su nombre, pero sí su cara. Si algún día me lo encuentro, se la parto en mil pedazos.

Era yo tan mentecato que aquellas frases calaron hondo. Mandé al carajo los estudios y me concentré en escribir. Aquel erudito de pacotilla había manifestado que había nacido para eso y solo a eso me pensaba dedicar. Cumplí los treinta y no había publicado una línea. Entonces mi padre planteó un ultimátum: me ponía a currar en el taller familiar o ahuecaba el ala. Me llamó parásito y le contesté maldito fracasado, fue la última vez que lo vi.

Sigo sin publicar nada, aunque doy la brasa al editor que se me pone por delante. Ahora que mi padre no está, he de reconocer que si en este mundo hay un maldito fracasado, ése soy yo.


viernes, 10 de enero de 2014

Tensa espera



Ya me estoy empezando a mosquear…  Don Gennaro lleva más de una hora confesándose con el párroco de este pueblo infecto, perdido en medio de las montañas. En diez años a su servicio, es la primera vez que veo entrar al viejo en un templo. Pensaba que a los capos se la sudaba Dios y los de la sotana. Creo que el jefe comienza a chochear. Ayer sin ir más lejos, me dijo que vivo en pecado con Donatella, que deberíamos casarnos por la iglesia. ¡Espero que no esté hablando precisamente de eso con el cura! Mi padre era anarquista y le juré, convencido, que seguiría profesando su descreimiento. Me paso por el forro el Estado, la religión y todo lo que huela a convenciones sociales. Adoro a mi chica, pero antes de que me obliguen a casarme con ella, presento la dimisión y nos largamos con viento fresco. Cruzamos el estrecho y nos instalamos en Nápoles, allí trabajo no me va a faltar. Soy un profesional: nadie me iguala a disfrazar de accidente un asesinato.


martes, 7 de enero de 2014

Un gato blanco




Una de mis hijas
 trajo a casa estas Navidades
 un gato blanco abandonado.
Aún ignoramos si es macho o hembra,
pero sabemos que está sordo.
La ventaja es que no necesita nombre.
El inconveniente, que no puedes llamarlo.
Un gato blanco y sordo
sirve para bien poca cosa
 excepto para amarlo
como al resto del mundo.
Bueno, creo que exagero.
Como al resto del mundo
menos a toda esa gente
que habla de defender la vida
invocando la pena de muerte,
cerrando hospitales,
y encareciendo los medicamentos.
A esa gente que habla de transparencia
detrás de una tv de plasma
e insulta nuestra inteligencia
soltando una sarta de embustes
ni simulados ni diferidos.
A esa gente que habla de progreso
mientras se llena los bolsillos,
saqueando a los ciudadanos,
congelando los sueldos más miserables.
A esa gente que habla de libertad
amordazando al pueblo
y tratándolo a garrotazos.
A esa gente adicta a las procesiones,
a los rosarios y al incienso,
que recita los mandamientos
para luego no cumplir ninguno.
A esa gente que habla de paz
lanzando misiles,
que habla de ecologismo
contaminando ríos y mares,
talando bosques y aniquilando especies.
A esa gente que abandona mascotas.
Un gato blanco y sordo
sirve de bien poca cosa
excepto para amarlo
y discernir por quiénes no lo cambiaríamos
ni hartos de vino, ni locos,
ni por todo el oro de este mundo.