Nunca le ha interesado el arte, tampoco
ahora, pero desde hace tres años Juan acude todos los días al Museo. Su
recorrido es invariable: entra, saluda con amabilidad al conserje, sube
lentamente al primer piso y accede a la sala 5, donde se sienta, siempre frente
al mismo cuadro. Los celadores ya no se sorprenden, todos conocen la historia
del anciano visitante; la mujer del óleo, recreada hace más de cuarenta años por
un pintor excelente aunque poco conocido, era su esposa. En la tela se la ve
sentada en una mecedora, con un libro en su regazo, mirando de soslayo al
espectador. Los ojos y el semblante de la joven, enmarcados en un bello rostro
latino, evocan una sensación de paz y sosiego que no pasa desapercibida al observador.
Cada día, el hombre llega a las doce y permanece quince minutos ante la
pintura, despidiéndose con un “Hasta
mañana, Isabel”. Una vez alguien le preguntó por qué seguía viniendo. “Maldito idiota”, pensó entonces la mujer
del cuadro sin mudar su dulce expresión, “cualquiera
entendería que Juan necesita transmitirme que me seguirá amando hasta el final”.
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viernes, 5 de abril de 2013
sábado, 23 de marzo de 2013
Sábado en el parque
El anciano obsequió al joven con un ‘Buenas tardes’ sentándose a su lado en el soleado banco, no sin antes colocar un folleto de propaganda entre la madera y sus glúteos, a modo de aislante. Al adolescente le impresionó el venerable aspecto de aquel hombre, cuya edad calculó sobrepasaría los setenta y cinco años; el hecho de que luciera un impecable traje con corbata oscura y se ayudara de un bastón, atrajo también su interés.
En un momento dado, mientras varios mocosos jugaban correteando por las proximidades, el viejo esbozó un puchero y unas lágrimas comenzaron a recorrer sus mejillas. Preocupado por ello, su compañero de asiento le preguntó si se encontraba bien, si necesitaba ayuda. Tras secarse la cara con un pañuelo, en el que se distinguía la letra ‘P’ bordada en una de sus esquinas, el hombre comentó que no ocurría nada. Su tristeza, explicó, se debía a que desde hacía más de veinticinco años no dejaba de pensar ni un solo día en su única hija, que debido a un accidente de tráfico falleció junto al niño que esperaba, percance que poco después pasó también la factura de la vida a su propia mujer.
El joven, conmovido por la historia, sintió en ese instante que una poderosa y misteriosa energía les atraía irreversiblemente, por lo que de súbito le propuso un trato. ‘Usted perdió a sus seres más queridos y todos mis abuelos murieron antes de que yo fuera capaz de conocerlos; déjeme ser el nieto que nunca tuvo. Le aseguro que, excepto un poco de cariño, jamás le pediré nada a cambio’. El anciano sonrió con excepcional dulzura, le pasó la mano por su cabeza y dijo: ‘Bienvenido a la familia, muchacho’.
domingo, 10 de marzo de 2013
Llamémosle Pérez
Es un mendigo más, un vagabundo más,
otro indigente cualquiera. Es una persona muy mayor, que arrastra su patrimonio
por las calles de la ciudad empacado en una desvencijada maleta de ruedas. He
visto muchas veces a ese transeúnte habitual por los barrios del centro y
siempre he estado tentado de hablarle. Hoy, ese prójimo ha aceptado charlar
conmigo cuando le he ofrecido un bocadillo y un cartón de vino barato.
El señor Pérez, llamémosle así, me
ha contado que nació en la aldea de un remoto y frío lugar de la meseta, un
lugar sin pasado, sin presente y, por supuesto, sin futuro. Sus padres
explotaban (espero que los verdaderos explotadores
no se enojen si utilizo ese vocablo) una pequeña granja de animales; no vivían,
simplemente sobrevivían y a muy durísimas penas. Pérez solo pudo asistir unos
pocos años a la escuela, en la que, además de los números y las letras, le
inculcaron una rudimentaria educación religiosa. Pero el señor Pérez me asegura
que si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo, no podría haber pronunciado esa
frase que le atribuyen, más propia del presidente de la patronal, esa que dice
“ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Porque, argumenta, hay mucha gente que acapara demasiado pan, más del que nunca
podrá consumir, sin haber transpirado una puñetera gota en su regalada vida, gente
que se sabe aprovechar, ¡y cómo!, de las transpiraciones ajenas. Al propio
tiempo existen cientos de millones de personas que, por más que suden y se
esfuercen, incluso por mucho que recen, jamás alcanzarán a obtener una insignificante
y dura migaja. Según Pérez, si hubiese un Dios y ese Dios fuese justo,
premiaría a los buenos y castigaría a los malos precisamente en esta vida, no en
la hipotética que ha (o no) de venir. Y dice que eso es lo que todos los
poderosos desean que los pueblos crean: que cuanto más suframos ahora, cuanto
más dolor nos dejemos infligir, más ración de gloria nos tocará después de
muertos.
A raíz de la inesperada muerte de
su padre, Pérez abandonó el colegio. Su madre, muy enferma, necesitaba ayuda y
él era el único hijo del matrimonio, el gran heredero de la ingente miseria
familiar. Se afanó lo indecible en sustituir el trabajo de su progenitor mientras
vivió su madre, apenas unos años más.
Después, decidió vender los pocos animales que le quedaban y emigró a la gran
ciudad.
Si bien ese hombre, al que denominamos
Pérez, reconoce que es un ignorante en cuestiones políticas, lo cual interpreta
como una bendición, también afirma que nunca le ha gustado el sistema y que al
sistema nunca le ha gustado él. Me ha comentado que, cuando llegó a la capital,
se empleó en el comercio de un tío suyo como recadero y asistente, pero, tras
una década de solemne fidelidad a cambio de exigua comida e incómodo catre en un
recóndito rincón de la trastienda, a la muerte del viejo sus primos le dieron
boleta.
El sinsabor del abuso y la
injusticia hizo mella en el joven Pérez, que juró por su vida no volver a
trabajar para nadie más. Si sus propios familiares le habían tratado peor que a
un perro, odiaba imaginar qué tipo de consideraciones tendría contra él
cualquier desconocido.
Con los pocos ahorros que guardaba
inició una serie de pequeños trapicheos, comprando y revendiendo artículos
usados y baratijas con ganancias raquíticas, ínfimas, despreciables. Hasta que hace
unos años las autoridades empezaron a perseguir el mercadeo ambulante ilegal (o
sea, el que no pasa por la santa Caja Municipal y por ello carece del sagrado Permiso
Administrativo urbi et orbi con sus
doce timbres y siete autorizaciones), Pérez fue un popular buhonero, asiduo de
los rastros itinerantes y del cambalache encubierto. Igual te vendía una radio
estropeada que un vetusto disco de Eydie Gorme y Los Panchos o un grifo de
segunda mano para el lavabo o el bidet. Aunque malvivía, se sentía libre y, sobre
todo, dichoso por no permitir que nadie se lucrara a su costa. Pero cuando la
policía empezó a empapelar a los vendedores furtivos como él, que tantos y tan
graves perjuicios ocasionan a la balanza de pagos nacional, tuvo que abandonar la
actividad y su vida se vino abajo.
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